En mi barrio había un cine. Y claro, el cine es una gran opción para divertirse y, de paso, adquirir un poco de cultura.
Pero en ocasiones ocurría todo lo contrario.
En vez de salir del cine más sabios y cultos, salíamos dando patadas y puñetazos a las farolas.
A ver…, sí vivía en un barrio marginal, pero esto también tenía un motivo. Te lo cuento.
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Pues verás, no sé si sería por su condición de cine de barrio, pero emitían todo tipo de películas, buenas y malas.
Eso sí, no faltaban las películas de Disney y las españolas de Manolo Escobar y Lina Morgan.
Las de Manolo Escobar me acuerdo muy bien porque le encantaban a mi madre y no se perdía una. Y claro, nos llevaba a mí y a mis hermanas.
Pero las que no nos perdíamos mis amigos y yo eran las películas de artes marciales. Las de orientales dándose mamporros.
Imagino que lo sabes, pero por si acaso te diré que los diálogos no se destacaban por su brillantez y sabiduría.
Ni tampoco por su creatividad o agudeza.
De hecho, en la mayor parte de la película no había diálogos; lo que allí se cocinaba eran leches por todos lados y en cualquier parte del cuerpo.
Y es que los orientales son buenísimos en eso de darse castañas por todos lados (o mejor debería decir, en las artes marciales).
El valor de la película lo determinábamos por el número de muertos.
Era fácil, dividías el número de orientales caídos por el precio de la entrada.
Vale, sí. Un poco bárbara la métrica, pero con ella tenías un resumen muy aproximado de la trama del film.
Y las mejores eran las de Bruce Lee, que no era de extrañar que la peña las viera dos o más veces, como si esperaran descubrir la técnica secreta de su patada letal en el tercer visionado.
Y claro, de niños ya se sabe que imitábamos lo que veíamos.
Es por ello que salíamos del cine listos para defender la calle de cubos de basura y aterrorizar a las farolas.
Pero no, no solo era que se había liberado nuestra alma gamberra.
En realidad, en nuestro fuero interno buscábamos ser el protagonista que podía con todo y que, con una mano atada a la espalda y un ojo cerrado, se cargaba a cien malvados.
Queríamos ser héroes.
Y yo te animo a ello. Pero, por favor, deja en paz a las farolas. Hazlo despertando lo mejor de ti y dándolo al mundo.
“El chiste de mi cuñado:”
¿Por qué los cinturones negros de karate nunca llegan tarde?
Porque saben cómo darle una patada al reloj.
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